He terminado un proyecto literario dividido en varios cuerpos.
Bueno, terminado es una palabra generosa. Quedan detalles: un artículo a medias, dos fotografías sin editar, otra cosa que aún no tiene cierre. Pero mi cerebro ha tomado una decisión unilateral, irrevocable, ajena a cualquier negociación. Ha decidido que esto ya no le interesa. Que la revista, el fanzine y el cuaderno… esos proyectos que hace tres días eran el centro gravitacional de mi existencia, ahora son solo papel y píxeles. Materia inerte.
El hiperfoco se apagó.
Y con él se fue todo: la música que sonaba de fondo mientras maquetaba, la urgencia que me mantenía despierta hasta las tres de la madrugada, el hilo invisible que ataba cada idea, cada párrafo, cada decisión cromática en un todo coherente y necesario. Esa sensación de estar dentro de algo, de que el mundo exterior se difuminaba y solo existía yo y la tarea, fundidas en una simbiosis perfecta.
Ahora me he quedado en un limbo.
Un espacio sin forma donde el tiempo no transcurre ni se detiene, simplemente está. Y yo estoy en él, flotando, con las manos vacías y el cerebro encendido en punto muerto. El motor gira, consume energía, hace ruido, pero no va a ninguna parte.
Me descubro mirando billetes de avión.
Málaga-Cádiz. 47 euros. Tres días en casa de mi amigo D, cervezas en la playa, conversaciones sobre los movimientos sociales, paseos por las dunas. Vuelos a Toulouse: 89 euros, salida el viernes por la mañana. Podría caminar por orilla de la Garonne con L, comer crêpes en el Sherpa, el de las mesas de madera desgastada, fotografiar fachadas de ladrillo rosa hasta que el sol se ponga. Trenes a Santander: 62 euros, 5 o seis horas de trayecto. La costa, el mar Cantábrico golpeando los acantilados, el aire frío y salado llenándome los pulmones, paseando sola o acompañada de A, que llevo mucho tiempo sin ver, podríamos hablar de música y del último bajo que se compró.
Como si en el movimiento hubiera una promesa de sentido.
Como si un cambio de escenario, un nuevo código postal, pudiera reactivar algo que, en realidad, está dentro. Como si el problema fuera geográfico y no neuroquímico.
Abro otra pestaña.
Entre una búsqueda de vuelos y otra, mi navegador se ha convertido en un cementerio de pestañas abiertas. Veintisiete, para ser exactas. Cada una es un cadáver de intención, un fantasma de deseo.
Una edición ilustrada de mafalda que no necesito porque ya tengo dos. Unos auriculares con cancelación de ruido que prometen «aislamiento total del mundo exterior», como si mi problema fuera solo el ruido de fuera y no el de dentro. Un cubo de rubik magnético de gama alta. Una cafetera italiana de diseño minimalista. Un curso online de fotografía analógica. Un champú rosa para teñirme el pelo. Un juguete articulado de una película que ni siquiera me gusta especialmente.
Activo la aplicación de citas en la que estaba, miro la colección de conversaciones abiertas y me da una pereza enorme, no va por ahí la búsqueda de dopamina, siempre es más entretenido tener citas con amigues, al menos me conocen y yo a elles.
Cada objeto es una promesa.
Cada precio, una transacción: dinero por dopamina. Efectivo por tres minutos de anticipación placentera. Click en «añadir al carrito» y el cerebro segrega un poco de esa sustancia que tanto necesita, que tanto echa de menos desde que el hiperfoco se fue y se llevó consigo su suministro inagotable.
La alarma suena, pero no es externa. Es interna, visceral.
Mi cerebro sigue pidiendo combustible aunque el depósito emocional esté vacío. Sigue buscando el interruptor que lo vuelva a encender, que reactive ese estado de gracia donde todo tiene sentido, donde cada acción fluye naturalmente hacia la siguiente, donde no existe el tedio ni la parálisis ni este hambre sin objeto.
Pero el interruptor no está a mi alcance.
Nunca lo ha estado.
Y en medio de todo esto, mi pobre autismo intenta resistir.
Está acurrucado en un rincón del sistema, temblando, observando con horror cómo todo se desmorona. Porque el autismo necesita estructura. Necesita saber que mañana será viernes y que los viernes son para trabajar en la revista de 9 a 14, tomar mate a las 11, comer siempre lo mismo, seguir la rutina que mantiene el mundo reconocible y seguro.
Pero ahora la revista, el fanzine y el cuaderno ya no importan.
Y si esto ya no importa, entonces ¿qué hacemos con esos bloques de tiempo? ¿Y con la identidad que construimos alrededor de ella? ¿Y con las expectativas? ¿Y con la sensación de propósito?
Cada búsqueda de vuelos es una amenaza. Cada idea de viaje improvisado, cada compra impulsiva, cada desviación del plan original es un terremoto en miniatura. Mi autismo lo sabe: cada desplazamiento, cada decisión tomada sin suficiente antelación, cada cambio repentino de contexto lo desestabiliza. Lo empuja más cerca del borde donde los sonidos se vuelven insoportables, donde la luz es demasiado brillante, donde la ropa molesta, donde el mundo se convierte en una agresión constante.
Pero el TDAH no escucha. No puede escuchar. Está demasiado ocupado buscando, consumiendo pestañas, planificando viajes que probablemente no hará o sí… añadiendo objetos a carritos de compra que quizá nunca llegue a finalizar o eso espero.
Son dos fuerzas opuestas habitando el mismo cuerpo.
Uno grita «¡necesito movimiento, novedad, estimulación, algo!».
El otro susurra «por favor, quieto, conocido, predecible, nada».
Y yo estoy en medio, mediando una negociación imposible.
No es tristeza, lo que siento.
La tristeza tiene forma, tiene razón de ser. La tristeza se puede nombrar: «estoy triste porque perdí algo», «estoy triste porque alguien se fue». La tristeza tiene narrativa.
Esto no.
Esto es vacío con hambre.
Una necesidad sin objeto. Un cuerpo que intenta mantenerse quieto mientras la mente gira sin freno, buscando una nueva frecuencia a la que aferrarse, un nuevo interés, un nuevo hiperfoco que justifique la existencia, que llene las horas, que vuelva a dar sentido al hecho de levantarse por la mañana.
Es la sensación de estar esperando algo que no sabes qué es.
De que debería estar pasando algo, pero nada pasa.
De que el mundo sigue girando a su velocidad normal pero tú te has quedado atascada en un presente espeso, denso, sin dirección.
Me gustaría poder tener el interruptor del interés a mi alcance.
Ese control remoto imaginario con el que encender y apagar el foco a voluntad. Decidir: «hoy me interesa terminar la revista», y que simplemente funcione. Que el cerebro obedezca. Que la dopamina fluya. Que la motivación aparezca como agua de un grifo.
Pero no funciona así.
El hiperfoco es un invitado, no un empleado. Llega cuando quiere, se va cuando quiere. Tú no decides. Tú solo surfeas la ola mientras dura y te estrellas contra la arena cuando se retira.
Y lo más desestabilizante no es el vacío en sí. Es la incertidumbre. Es vivir con la sensación de no saber cuándo se apagará la llama. Cuándo será el último día que la alegría de tener ese hiperfoco activo llegará a su fin. Si será mañana. Si será en una hora. Si será en medio de una frase, de una idea, de un proyecto a medio terminar.
Es imposible confiar en tu propio interés.
Es imposible comprometerte con algo cuando sabes que tu cerebro puede, en cualquier momento, decidir unilateralmente que eso ya no importa.
Es agotador construir sobre arena movediza.
Cuando este momento aparece —este limbo, este vacío con hambre—, la medicación es una buena opción.
En mi caso, medicación para el TDAH. Metilfenidato. Pequeñas píldoras que le dan a mi cerebro la dopamina que empieza a buscar donde no corresponde. Que no encienden el hiperfoco (eso no se puede forzar), pero sí regulan la búsqueda frenética. Sí atenúan el hambre. Sí me permiten funcionar sin necesidad de estar constantemente enganchada a algo.Y sobre todo, me permite terminar la revista que debería estar ya publicada
No es perfecto. No es mágico. No me convierte en una persona neurotípica con motivación estable y predecible.
Pero me da un suelo. Un punto de apoyo. Una manera de existir en el limbo sin que el limbo me consuma.
Y a veces, eso es suficiente.
A veces, solo necesitas sobrevivir al vacío el tiempo suficiente para que la próxima ola llegue.
Y llegará.
Siempre llega.
El hiperfoco volverá. No sé cuándo. No sé sobre qué. No sé cuánto durará.
Pero volverá.
Y mientras tanto, aquí estoy.
En el limbo.
Mirando vuelos que no sé si reservaré.
Añadiendo objetos a carritos que espero no comprar.
Esperando.

